El turismo rural, que había florecido con la paz en los territorios más golpeados por el conflicto, hoy se marchita ante el retorno del miedo. Los grupos armados ilegales están deshaciendo lo que los campesinos y excombatientes construyeron con esfuerzo y esperanza.
Durante los primeros años tras la firma del Acuerdo de Paz, muchos territorios de la Colombia profunda empezaron a transformarse. Donde antes hubo trincheras, surgieron senderos ecológicos. Donde hubo retenes armados, brotaron hospedajes campesinos, rutas de avistamiento de aves, festivales culturales. En zonas como el sur del Tolima, el Caquetá, el Meta o el norte del Cauca, el turismo rural y comunitario se convirtió en una opción real de desarrollo, inclusión y reconciliación.
Muchos excombatientes colgaron el fusil y se volcaron a construir paz con las manos: abrieron hostales, guiaron caminantes, produjeron café de origen y enseñaron historia viva a los visitantes que llegaban con curiosidad y respeto. Campesinos e indígenas también se sumaron a esta apuesta, mostrando su cultura, sus paisajes y su resistencia como una forma de contar una nueva historia, distinta a la del plomo y el dolor.
Pero hoy, esa esperanza se agrieta. Las rutas turísticas vuelven a estar desiertas, no por falta de encanto, sino por exceso de miedo. El control territorial que han retomado grupos armados —nuevos y reciclados— está ahuyentando a los visitantes y dejando a estas comunidades nuevamente atrapadas en la zozobra. Las disidencias, los grupos residuales y otras estructuras ilegales están reemplazando al Estado, y lo hacen con el lenguaje que conocen: las amenazas, las vacunas, los bloqueos.
¿Quién va a hacer turismo donde hay que pedir permiso armado para circular? ¿Quién se atreve a caminar por un sendero ecológico donde ya no hay guías sino hombres con fusiles? Los proyectos que sobrevivieron a la pandemia, hoy mueren por el silencio de los visitantes. Muchos hostales han cerrado. Familias que vivían del ecoturismo volvieron a depender de cultivos de subsistencia, y algunos, tristemente, contemplan volver a huir.
Lo más grave es que se está perdiendo más que empleos: se está perdiendo confianza. La paz que se tejía con café, con relatos, con caminatas y panela, se está deshilachando. Los excombatientes que apostaron por la legalidad se sienten traicionados, abandonados. Y los campesinos que creyeron en el turismo como alternativa productiva, vuelven a escuchar los tambores de guerra, esta vez más cerca.
El Estado no puede seguir siendo un turista esporádico en estos territorios. Necesita presencia permanente, inversión sostenida, seguridad real. No basta con firmar acuerdos: hay que proteger lo construido, cuidar a quienes se la jugaron por cambiar, y garantizar que los caminos de paz no se conviertan de nuevo en trochas de guerra.
El turismo rural no solo era una fuente de ingresos, era una forma de sanar. Recuperarlo no es solo cuestión de economía, es una urgencia ética. Porque mientras los armados avanzan, retrocede la esperanza. Y eso, en un país como Colombia, ya lo hemos vivido demasiadas veces.




