Crónicas

La luna que sabe cuándo sembrar

En la Colombia más olvidada, los campesinos no siembran por fecha sino por la luna.
Mientras el Estado llega tarde y los grupos armados se imponen, el calendario de la esperanza lo dicta el cielo. Porque allá, donde empieza la patria verdadera, la luna sigue enseñando cuándo es tiempo de sembrar… y de volver a creer.

En la Colombia más profunda, esa que empieza donde terminan las carreteras y florece donde aún no llega el olvido, la luna no es solo una lámpara colgada del cielo, es una señora sabia que dicta el calendario secreto del maíz, del fríjol y de la yuca. En esas tierras donde las manos aún entienden el idioma de la tierra, sembrar sin mirar el cielo es como rezar sin fe: un acto incompleto.

Allí, en veredas que no caben en los mapas, los campesinos no tienen reloj, pero sí tienen luna. Saben que cuando está creciente hay que poner la semilla que quiera estirarse, y cuando mengua, hay que enterrar lo que se siembra para adentro, como las raíces que buscan agua en lo profundo. La luna llena es para cortar lo que floreció y secar lo que ya está listo para irse. Y la luna nueva, ay, la luna nueva es de respeto, de silencio, de pausa.

Lo saben las abuelas que parieron hijos mirando el reflejo de la luna en el barro del patio. Lo saben los abuelos que aprendieron de los abuelos a mirar el cielo como quien lee un libro abierto. Y lo saben los niños, que cuando no hay luz eléctrica, salen a cazar luciérnagas bajo la sombra plateada de la luna, sin saber que están recogiendo también pedazos de sabiduría ancestral.

Los hombres del campo dicen que la luna habla bajito, pero quien la escucha, cosecha. Y por eso los lunes de siembra no los da el almanaque, sino la curvatura de la luna sobre los cerros. Un lunar que brilla para indicar el momento exacto en que la semilla sentirá que es tiempo de nacer.

En tiempos de guerra, cuando el miedo dormía bajo las camas y las ráfagas callaban a los gallos, muchos dejaron de sembrar. Pero la luna siguió su camino, imperturbable. Y ahora que la tierra se atreve de nuevo a respirar sin sobresalto, los campesinos han vuelto a mirar al cielo, buscando en la luna la autorización para volver a creer.

Dicen en Caquetá, en el sur del Tolima, en Putumayo y en el Catatumbo, que la luna tiene más paciencia que cualquier Estado, y más memoria que cualquier gobierno. Ella no olvida los ciclos, ni las cosechas, ni los nombres de las matronas que aún guardan la receta del sabajón de luna llena, ni los rezos que curan las matas tristes cuando no llueve.

La luna no distingue entre excombatientes y campesinos, entre firmantes y sobrevivientes. A todos los alumbra por igual, como si supiera que la única manera de que el campo renazca es sembrando juntos, bajo el mismo resplandor. Por eso, en la Colombia más honda, no hay ideología más poderosa que la luna en buena fase.

Y así, mientras los drones del mundo anuncian sequías y catástrofes, en las montañas de la colombianísima profunda, un puñado de campesinos levanta la vista, consulta con la luna y entierra sus semillas con el sigilo y la esperanza de quien cree, todavía, que la tierra escucha y que la luna responde

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