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Transformar el país sin matar: la deuda de Colombia con las personas trans

En Colombia, ser trans aún puede costar la vida. Más allá del maquillaje institucional y las leyes simbólicas, persiste una estructura de odio que convierte a las personas trans en blanco de asesinatos, exclusión y silencio. Esta columna propone un llamado urgente a pasar de la tolerancia vacía a una justicia transformadora real.

Colombia es uno de los países más peligrosos de América Latina para las personas trans. A pesar de contar con marcos normativos que reconocen el derecho a la identidad de género, en la práctica, vivir una vida trans aún es resistir todos los días a un sistema que parece diseñado para negarlas, invisibilizarlas o eliminarlas.

Los asesinatos de personas trans no son hechos aislados ni meros crímenes pasionales, como aún suele titularse en algunos medios. Son crímenes de odio. Son la expresión más violenta de una cultura que deshumaniza a quienes no encajan en las lógicas binarias del género, y que permite —cuando no alienta— la impunidad.

Según organizaciones como Caribe Afirmativo y Colombia Diversa, en los últimos cinco años más de 150 personas trans han sido asesinadas en el país, la mayoría mujeres trans trabajadoras sexuales, muchas de ellas racializadas, desplazadas o migrantes. Las cifras, sin embargo, son solo un pálido reflejo de la realidad: hay un subregistro brutal, alimentado por el miedo, la desconfianza institucional y la costumbre del olvido.

La transfobia se manifiesta en la violencia directa, pero también en la violencia estructural: en la falta de oportunidades laborales, en la expulsión temprana del sistema educativo, en el rechazo familiar, en los sistemas de salud que patologizan sus cuerpos o simplemente no los reconocen.

Lo más doloroso es que muchas de estas muertes podrían haberse evitado. Pero en Colombia las alertas sociales no se toman en serio hasta que hay un cadáver. Las rutas de atención no funcionan. La Policía, lejos de proteger, suele ser un actor más de la violencia. Y los medios, en lugar de narrar con empatía, muchas veces revictimizan.

En este contexto, el activismo trans ha sido fundamental no solo para denunciar, sino para crear espacios de vida, de dignidad, de afirmación. Casas refugio, redes de apoyo, colectivos artísticos, proyectos productivos. Son pequeños actos de resistencia que sostienen la existencia en medio de la barbarie.

Pero no es suficiente que las personas trans resistan. Es el Estado el que tiene que transformarse. Eso implica ir más allá de los discursos de inclusión y las efemérides. Implica garantizar protección real, justicia efectiva, educación en diversidad y políticas públicas construidas con las propias comunidades trans.

También implica repensar el papel de los medios de comunicación. Informar con perspectiva de derechos humanos, dejar de lado los enfoques sensacionalistas y poner los micrófonos al servicio de las voces que históricamente han sido silenciadas. Porque contar bien estas historias puede ser una forma de salvar vidas.

En un país que normalizó la violencia, el cuerpo trans sigue siendo territorio de guerra. Pero también es territorio de esperanza, de creación, de futuro. Reconocerlo no es solo un acto de humanidad: es una exigencia democrática.

Ser trans no es un delito. Y sin embargo, cada tanto, las noticias nos devuelven el mismo titular: otra mujer trans asesinada. Otra familia que no encuentra justicia. Otro expediente que duerme en la Fiscalía. El país no puede seguir viendo esto como una estadística más.

El derecho a ser quien se es —con el nombre, el cuerpo, la identidad y la vida que cada persona elige— debería ser inviolable. Colombia tiene una deuda enorme con sus ciudadanías trans. Saldarla no empieza con una ley ni termina con una condena. Empieza con el compromiso ético de dejar de mirar hacia otro lado. Y termina, ojalá, cuando no tengamos que contar más muertes para exigir respeto.

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