En Tópaga, una iglesia colonial guarda una imagen del demonio justo en su arco toral. No es herejía, es pedagogía: los jesuitas enseñaban que por encima del mal reinaba la fe.
En pleno corazón de Boyacá, el pequeño municipio de Tópaga alberga un templo que desafía las convenciones religiosas: la iglesia de la Inmaculada Concepción, única en Colombia por incluir en su interior una escultura del diablo. Lejos de tratarse de un culto satánico, este ícono sombrío sirve como recordatorio del poder divino. En esta iglesia, el mal está presente, pero subordinado a la voluntad de Dios.
El templo fue construido en 1632 por los jesuitas, quienes arribaron con los colonizadores españoles para evangelizar a las comunidades indígenas. “Usaban imágenes como herramienta pedagógica, y mostrar al diablo era una forma de enseñar que por encima del mal siempre estaría Dios”, relata Antonio Carreño, habitante y conocedor de la historia topaguense.
La escultura fue obra del español Thomas Rolda, el mismo que talló todos los retablos e imágenes del templo. El diablo se ubica estratégicamente en el arco toral, justo entre el altar y el espacio de los feligreses. Esa división no es casual: según la tradición, del diablo hacia atrás estaba lo terrenal —los españoles y los indígenas— y hacia adelante lo divino —el altar, el sacerdote, la palabra de Dios.
Lejos de infundir miedo, la imagen del demonio en esta iglesia colonial recuerda a quienes cruzan sus puertas que el mal existe, pero no tiene la última palabra. En Tópaga, el diablo no está escondido: está vigilado, contenido, vencido simbólicamente por la fe.
Así, entre muros de calicanto y techos de madera centenaria, esta iglesia no solo guarda historia, sino también una poderosa lección espiritual: en la eterna lucha entre el bien y el mal, la victoria —como el altar— siempre está al frente.