- Desde las lomas ardidas por el sol hasta los ojos de agua escondidos en la montaña, los campesinos de San Jacinto (Bolívar) siembran árboles como quien cose un nuevo destino.
Desde 2014, más de diez veredas restauran el bosque seco tropical, conectando el Santuario Los Colorados con el Cerro de Maco, y devolviéndole al viento el canto de las aves y al monte la huella de los animales.
Dicen en San Jacinto que, cuando el sol cae como plomo sobre los tejados de zinc y el viento arrastra las cenizas de los árboles que ya no están, las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia vuelven a volar entre los matorrales resecos. Y no vienen solas: las traen los campesinos, esos mismos que un día aprendieron a mirar la tierra herida y decidieron curarla con árboles.
Desde hace más de diez años, hombres y mujeres de manos cuarteadas por la faena se han dado a la tarea de devolverle al bosque seco tropical el verdor que alguna vez tuvo. Son más de diez veredas —de nombres que parecen sacados de antiguos mapas coloniales— las que se han unido para bordar con semillas los costados desmembrados de sus montañas. Y así, como quien repara un viejo mantel de encaje, han ido cerrando las heridas de la tierra.
Pedro Manuel Vásquez, un hombre que carga sobre los hombros 65 años y la memoria del Cerro de Maco, dice que no todo se arregla con esperar lluvias o pedirle al cielo. «Nosotros mismos tuvimos que sembrar los árboles que perdimos, porque las quebradas se estaban secando y los animales ya no sabían por dónde caminar», dice, mientras mira el horizonte donde el sol se recuesta a dormir.
El Cerro de Maco, ese gigante de piedra y polvo que vigila desde lo alto a San Jacinto, guarda en su vientre los arroyos que dan de beber a otros pueblos: San Juan Nepomuceno, María La Baja, y más abajo, donde el agua es tesoro y la sombra es lujo. «Si no cuidamos el cerro, no solo nos quedamos sin agua nosotros, sino también los que viven más allá», explica Pedro con la certeza de quien ha visto el monte revivir.
Aunque alguna vez vinieron técnicos y funcionarios a plantar árboles para calmar la sed de las quebradas, fueron los campesinos quienes se quedaron, después del bullicio de los forasteros, para seguir sembrando. Y no cualquier árbol: sembraron maderables y frutales, de esos que alimentan al hombre y al ave, al mono y al insecto, porque «el bosque no es solo para mirarlo, sino para vivirlo», dice Pedro.
Entre las hazañas más grandes de estos campesinos está haber logrado lo que parecía imposible: tender un puente de vida entre el Santuario Los Colorados y el Cerro de Maco. «Antes, los animales no podían pasar de un lado a otro. Los corredores se habían roto», recuerda Pedro. «Pero desde 2014, en la Vereda Brasilar, empezamos a sembrar para que los bichos y los pájaros volvieran a caminar y a volar por donde antes lo hacían».
Hoy, por ese corredor biológico que ellos mismos tejieron con sus manos, el mono aullador colorado canta su lamento al amanecer, y las aves —más de 280 especies— vuelan de rama en rama, llevando semillas y noticias nuevas de un bosque que se niega a morir.
Pero las mariposas del bosque no solo vuelan entre árboles: también revolotean sobre las praderas donde los campesinos han aprendido a cuidar vacas sin herir la tierra. Con sistemas silvopastoriles —esos que mezclan árboles, pasto y ganado— han logrado que las vacas den leche sin tanta sed, sin tanto calor, sin tanto miedo. «El ganado produce más y mejor, y los animales están más tranquilos, porque hasta las vacas necesitan sombra», dice Pedro con una sonrisa que se le escapa de los labios curtidos.
La Vereda Brasilar, ese pequeño rincón donde las casas se agrupan como aves en busca de abrigo, está conformada por 60 campesinos que no solo siembran, sino que sueñan en voz alta a través de la Asociación de Productores Agropecuarios. Allí, la agroforestería se ha convertido en la palabra mágica con la que curan la tierra: sembrar, cosechar, criar, proteger, todo en un mismo acto de amor por lo propio.
Y aunque algunos aún se preguntan si vale la pena tanto esfuerzo, Pedro asegura que los frutos ya se ven: el agua que vuelve a correr, los animales que regresan, los árboles que florecen en medio del polvo, como un milagro que se repite cada temporada. «Esto no es solo para nosotros», dice, «es para los que vengan después. Para que nuestros nietos no tengan que contar que aquí solo hubo tierra quemada».
Así, en San Jacinto, los campesinos han entendido que la naturaleza, como las mariposas, siempre vuelve si uno le deja espacio. Y por eso, cada árbol que siembran, cada rama que cuidan, es una mariposa más que alza el vuelo, anunciando que la vida sigue, a pesar de todo, a pesar de los años de olvido, a pesar de las cicatrices que el sol y la guerra dejaron.
Quizás algún día, cuando el viento vuelva a soplar desde el Santuario hasta el Cerro de Maco, y las mariposas amarillas se cuelen por las rendijas de las casas, alguien recuerde la historia de esos campesinos que, sin más herramientas que sus manos y su fe, tejieron con árboles un puente de vida para todos.