Mientras el país mira hacia las grandes ciudades, los defensores de derechos humanos siguen cayendo en el olvido y en las balas de los grupos armados. El Gobierno no puede seguir postergando su protección.
En las veredas, en los resguardos, en las montañas y a orillas de los ríos, florece una Colombia invisible, una Colombia profunda, donde los líderes sociales no son solo activistas, sino guardianes de la tierra, la memoria y la dignidad. Allí, donde el Estado llega poco o no llega, ellos resisten con la palabra, la organización y la esperanza. Pero los están matando. Y el país, con demasiada frecuencia, guarda silencio.
Los defensores de derechos humanos en Colombia no son una estadística, aunque las cifras ya deberían estremecernos: cada año, decenas son asesinados por ejercer el derecho más elemental en democracia: levantar la voz. En 2024, al menos 68 líderes han sido asesinados hasta abril, muchos de ellos en regiones apartadas, donde su único delito fue proteger un río, una comunidad, un derecho.
No podemos normalizar que ser líder social sea una sentencia de muerte. No podemos seguir leyendo sus nombres en informes de derechos humanos mientras los culpables gozan de impunidad. ¿Cuántos más deben caer para que el Estado actúe con firmeza, no solo con discursos?
El Gobierno Nacional tiene una deuda histórica con estos hombres y mujeres. Las políticas de protección no pueden seguir siendo generalidades burocráticas, deben ser efectivas, territoriales y con enfoque diferencial. Proteger a un líder no es solo enviarle un escolta: es garantizar que su comunidad esté libre del miedo, que el Estado esté presente, que los grupos armados no sigan reinando donde la institucionalidad es débil.
Hay que decirlo con claridad: los grupos ilegales no solo matan personas, matan proyectos colectivos, asfixian procesos comunitarios, siembran el miedo donde florecía la resistencia pacífica. Callar la voz de un líder es intentar silenciar el alma de una comunidad entera. Y cada vez que eso ocurre, perdemos un pedazo de país.
El llamado es urgente: que no los sigan matando. Que sus voces no se apaguen. Que su defensa de los derechos humanos, del territorio, de la vida, no sea pagada con plomo ni con indiferencia. El compromiso del Gobierno debe ser real, firme y sostenido. No basta con declaraciones; se necesitan garantías, acciones, justicia.
Si queremos una paz duradera, si de verdad queremos reconciliarnos como nación, debemos empezar por cuidar a quienes la están construyendo desde abajo. Los líderes sociales son el tejido vivo de una Colombia más justa. No los dejemos solos. No los dejemos morir.