Mientras el Estado se ausenta de las regiones más olvidadas de Colombia, la infancia se convierte en presa fácil para el reclutamiento forzado. Sin esperanza, sin oportunidades y con hambre, miles de niños son empujados a empuñar las armas en una guerra que ya no comprenden, pero que sigue marcando sus vidas.
En las entrañas de la Colombia profunda —esa que no sale en las noticias, que no aparece en los discursos oficiales y que el mapa apenas alcanza a señalar con timidez— los niños siguen siendo carne de cañón de una guerra que nunca se ha ido. No llevan uniforme escolar, sino botas de caucho y fusiles más grandes que sus espaldas. Son los olvidados entre los olvidados: menores reclutados por grupos armados ilegales que aún disputan el control del territorio y de la vida misma.
La ausencia del Estado es más que una frase hecha. Es la imposibilidad de acceder a una escuela digna, a un centro de salud, a una cancha de fútbol. Es no tener maestros, ni médicos, ni comida caliente. En ese vacío, la guerra llega como opción: cruel, sí, pero real. Porque cuando todo falla, la violencia ofrece techo, comida y, sobre todo, una promesa de pertenencia. No es esperanza, pero se le parece.
En departamentos como Chocó, Cauca, Nariño, Putumayo, Caquetá o Arauca, el reclutamiento forzado no ha cesado. Solo ha cambiado de forma. A veces es una amenaza directa, otras una invitación envuelta en dinero fácil. En muchos casos, ni siquiera hace falta forzar: la falta de oportunidades empuja. Y el niño, sin alternativas, cruza la línea hacia las armas.
La legislación colombiana y los tratados internacionales son claros: ningún menor de edad debe ser parte de un conflicto armado. El reclutamiento infantil es un crimen de guerra. Pero en las veredas, los ríos, los caminos de herradura, eso suena a letra muerta. No hay quién lo garantice, no hay quién lo impida. La ley se redacta en Bogotá, pero en Colombia se impone la ley del más fuerte.
Cada niño que ingresa a un grupo armado representa el fracaso de una nación. Es un grito ahogado de una infancia rota por la pobreza, la desigualdad y el olvido. A muchos los reclutan cuando apenas empiezan a leer, otros ni siquiera han conocido la escuela. Les arrebatan el juego, la risa, el derecho a crecer. Y cuando sobreviven, si sobreviven, regresan al mundo cargando traumas que el Estado tampoco está preparado para atender.
El fenómeno del reclutamiento no se combate solo con operativos militares. Se necesita presencia integral del Estado: inversión social, educación de calidad, infraestructura, oportunidades económicas y, sobre todo, escucha activa. Se necesita que el Estado llegue antes que las balas, que la esperanza pese más que el dinero de la guerra.
Pero el panorama es desolador. Muchos programas de protección a la niñez han sido desfinanciados. Las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo se repiten año tras año sin que se tomen acciones concretas. Las ONG que trabajan en estas zonas hacen lo que pueden, pero no reemplazan la responsabilidad estatal. Y mientras tanto, los grupos armados se reorganizan, se fortalecen y siguen encontrando en la niñez su cantera más vulnerable.
La paz firmada en 2016 fue solo una tregua parcial. En muchas regiones, la guerra mutó, se fragmentó y se volvió más difusa. En ese nuevo mapa del conflicto, los niños siguen siendo moneda de cambio, carne de combate, pieza estratégica. La promesa de una Colombia en paz no se puede cumplir si no empieza por salvar a su niñez.
A los niños hay que garantizarles todos los derechos: vida, educación, salud, protección, juego, afecto, familia. No es un favor, es un deber constitucional. No es un acto de caridad, es justicia. La sociedad entera debe indignarse cada vez que un niño cambia la plastilina por un fusil. Porque si los niños son el futuro, permitir que vayan a la guerra es condenar el país al pasado.
Colombia no puede sumergirse en esas regiones marginadas y silenciadas, no pueden seguir siendo territorio de la desesperanza. La niñez merece algo más que sobrevivir: merece vivir con dignidad. Y esa dignidad empieza por construir un país donde ningún niño vea en la guerra una opción, y donde el Estado no sea un fantasma, sino un abrazo.