La golosa o rayuela con su piedra viajera y sus cuadros de cielo, sigue brincando entre risas y recuerdos, alejando a los niños del ruido digital y acercándolos al juego eterno de la tradición.
En el patio polvoriento de una escuela rural, cuando el sol no aprieta tanto y los cuadernos se cierran, los niños se agrupan con tizas de colores y piedras planas. No hay pantallas ni notificaciones: hay risas, gritos de «¡te saltaste el cielo!» y un pequeño mundo dibujado en el suelo. Es la golosa —también llamada rayuela en otras tierras— ese juego tradicional que aún sobrevive, firme y saltarín, en los territorios de la colombianísima profunda.
Allí donde la señal del celular no siempre llega, pero la tradición sí, la golosa se pinta en los patios de las casas, en los andenes del barrio, en las escuelas multigrado, en la tierra húmeda del campo o en el cemento caliente de los pueblos. Y no se pinta una vez: se pinta mil veces, porque con cada lluvia, con cada recreo, con cada travesura, vuelve a nacer. Es como si el país tuviera una memoria en tiza.
Para jugarla solo hace falta una piedra —que bien puede ser una ficha de gaseosa aplastada— y ganas de saltar. Uno a uno, los niños y niñas lanzan su ficha al primer cuadro, y como si se tratara de una coreografía milenaria, avanzan a punta de brincos y equilibrios, con un pie aquí, dos allá, uno en el cielo. El que pisa la raya, pierde el turno; el que completa el recorrido, gana respeto, sonrisas y un turno extra.
En tiempos donde las pantallas parecen adueñarse de la niñez, la golosa resiste como un acto de rebeldía alegre. Es la manera más simple y genuina de recordar que jugar no necesita cables ni cargadores. En la golosa no hay “likes”, pero sí hay ovaciones improvisadas, ni “emojis”, pero sí carcajadas reales que se contagian entre la tierra y el viento.
Muchas escuelas, sobre todo en zonas rurales, han inmortalizado la golosa en sus patios: la pintan con colores vivos para que esté lista todos los días, como un recreo permanente. Se convierte en parte del paisaje, tan esencial como la bandera o el himno. Los maestros la promueven como juego, pero también como aprendizaje: saltar es sumar, lanzar es calcular, esperar el turno es educarse en ciudadanía.
Las abuelas cuentan que también la jugaban cuando eran niñas, en faldas largas y sin zapatos, mientras los gallos cantaban cerca del molino. Hoy la golosa une generaciones: es común ver a madres e hijos compartiendo una ronda, a tíos enseñando cómo lanzar la piedra sin que rebote. Hay sabiduría en ese salto, hay memoria en cada número, hay patria en cada cuadro.
La golosa, con su trazo simple y su nombre cantarín, se niega a desaparecer. Y no solo eso: florece. En barrios populares, en veredas, en parques urbanos, incluso en murales de arte callejero, la golosa es homenaje y juego, recuerdo y presente. Se convierte en símbolo de una infancia que no ha sido absorbida del todo por los algoritmos.
Porque mientras haya niños que prefieran brincar en un solo pie antes que deslizar el dedo sobre una pantalla, mientras haya una tiza y una piedra y un pedazo de tierra libre, la golosa seguirá viva, saltando feliz, haciendo patria desde abajo.